Ya fui el marido niño de una china
y el amante truan de una Danesa.
Soy el marido cruel de cierta inglesa
a quien saqué del fondo de su ruina.
Ya he sido por desgracia tantos Juanes
que temo me dispares del cabreo
que provoca en tu paz de jubileo
la fiebre de mi sexo y sus desmanes.
Nunca pedí quererte, pero vino
no sé cuándo ni cómo ni en qué parte
de mi cuarto y mi noche tu estandarte
de bailarina cósmica a mi signo,
y perdí los papeles por tu boca
por tus siete puñales, por tu loca
costumbre de cantar la vida en verso.
Estoy loco por ti, loco de veras,
porque el cielo cantóme que tú eras
esa Octavia de Luz que tuve un día:
un planeta de Luz, la Luz María
que orbita mi galaxia de silencio.
Y me domino, a ratos me domino
en ejercicio exacto de cordura
por no correr al norte de tu hondura:
Ayúdame señor, no sirve el vino.
No me sirve quemar Alejandría
ni apelar al concepto de la hombría
para aguantar incólume estas ganas
de correr a Argentina. Ay, qué ganas
de amar a esa mujer, zunzún glorioso
que trina solitario en su alta rama
para el bárbaro triste que la llama
su primera mujer: Octavia mía.